Crítica a 'El mundo de ayer. Memorias de un europeo' de Stefan Zweig
- beatrizjunqueracimad
- 24 ago 2014
- 7 Min. de lectura
El mundo de ayer. Memorias de un europeo es un ensayo donde se narran las memorias del escritor austríaco Stefan Sweig. Es, además, un buen tratado de historia de la primera etapa del siglo XX en Europa. Por otra parte, constituye un libro de consulta fundamental para comprender los movimientos culturales de la primera mitad del siglo XX en Europa. El ensayo se escribió durante los dos primeros años de la década de los cuarenta del siglo XX, en pleno dominio nazi (“cuando las paredes y el techo se derrumbaron sobre nuestras cabezas”), y con un Sweig domiciliado en Brasil, tras irse de Inglaterra, donde había vivido entre los años 1934 a 1940. En consecuencia, esa perspectiva que el autor ofrece de la primera mitad del siglo XX se narra siempre desde el horror que caracterizó los años previos a la muerte de Sweig en 1942.
El autor (el “apátrida”, como él mismo se califica), a lo largo de sus memorias, comienza con la narración del sistema educativo austríaco de finales del siglo XIX. Posteriormente, nos narra sus experiencias personales con la élite intelectual europea de principios del siglo XX, a la que tiene oportunidad de conocer a través de sus viajes (“no se conoce la parte más íntima y oculta de un pueblo o una ciudad (…) sino a través de sus grandes hombres”). En primer lugar, los intelectuales austríacos, de entre los cuales Sweig queda especialmente impresionado por Theodor Herzl y, especialmente, por Sigmund Freud. En París, la que “quizá ya nunca recupere aquella maravillosa despreocupación después de que la mano más dura de la Tierra lo marcara tiránicamente con el estigma del bronce”, es testigo de excepción de las brillantes conversaciones, entre otros, de André Gide, León Bazalgette, Verhaeren, Bloch, Valéry, Rilke o Rodin, solo por citar los más relevantes. De Londres nos narra sus anécdotas con Rusell. Posteriormente, se asienta en Viena. Allí comparte tertulia con Rolland y a Richard Strauss, por citar solo los más relevantes, pero también con algunas de las primeras mujeres intelectuales, como Cosima Wagner, Elisabeth Förster, Olga Monod o Alexandr Herzen, entre otras. Posteriormente, narrará sus viajes más allá del continente.
Con la excusa de su vida y sus viajes, el lector se encuentra ante la posibilidad de discutir con Sweig acerca de un sinfín de cuestiones de gran actualidad incluso hoy en día. En primer lugar, el autor insiste en el poder de los valores, de los cuales destaca dos que considera especialmente relevante para un intelectual: la sinceridad y la imparcialidad o, dicho de otro modo, la honestidad. Y de fondo “la tolerancia como virtud ética”.
Su fe en la educación, que para Sweig, si se apoya en bases sólidas, permite superar incluso las dificultades más duras que la Historia haya reservado para el ser humano, es espectacular “a pesar de todas las experiencias y de todos los desengaños”: “Lo que un hombre, durante su infancia, ha tomado de la atmósfera de la época y ha incorporado a su sangre, perdura en él y ya no se puede eliminar”. En la otra cara de la moneda, la educación en su capacidad para crear ‘complejos de inferioridad’, de manera que para Sweig “a lo mejor no era una casualidad que dicho complejo fuera descubierto precisamente por hombres que también habían pasado por nuestras viejas escuelas”. Añade un consejo que no por antiguo merece ser desdeñado: “Un solo ejemplo de la falta de veracidad por parte de los maestros o de los padres los induce inevitablemente a considerar todo su entorno con mirada desconfiada y, por ende, más inquisitiva”.
El placer de la lectura es uno de los temas tratados con mayor cariño en estas memorias. Durante la lectura he sentido como propia esa sensación de que a los niños de hoy, en este caso en España, se les está privando de la ‘exaltación de la pasión literaria’, con la adquisición de capacidad crítica que ello conllevaba, junto con una tendencia a “discutir y analizarlo todo”. Y dos impresiones que me han unido al autor para siempre: “creo que en ninguna época ulterior de mi vida había leído con tanta intensidad como en los años de gymnasium y universidad”/ “me quedaban grabadas en la memoria incluso las cosas más efímeras por tanto ardor con el que las había absorbido”.
Sweig no olvida describir los aspectos más depravados de la realidad política de su juventud, concretamente la de los jóvenes estudiantes vinculados a alguna de las entonces denominadas ‘corporaciones duelistas’, cuyos ‘viejos señores’ “ya ocupaban altos cargos y les facilitaban las carreras (a los nuevos miembros)”. ¿No me digan que algunas coincidencias no horrorizan? Y continúa: “el camino hacia las buenas prebendas del partido socialcristiano en el poder, y la mayoría de esos ‘héroes’ sabían perfectamente que sus brazales de colores sustituirían en el futuro los estudios serios que ahora descuidaban, y también que cuatro cicatrices en la frente podían llegar a ser un día mejor recomendación para un cargo que lo que estaba detrás de ellas”.
De hecho, una constante en su análisis es el poder, cuya sensación, señala, “siempre induce a hombres y a Estados a hacer uso o abuso de él”. El poder como origen de las guerras, como creador de falsos optimismo, ese creer que “en el último momento el otro se asustaría y se echaría atrás”. ¿A que han presenciado episodios de estas características?”.
Quizá la más inquietante de las reflexiones plasmadas en estas memorias sean la que diferencian entre la Primera y la Segunda Guerras Mundiales: “(en el 39) ya nadie creían en la justicia y en la durabilidad de la paz conseguida por medio de la guerra (…) He aquí la diferencia. La guerra del 39 tenía un cariz ideológico, se trataba de la libertad, de la persecución de un bien moral; y luchar por una idea hace al hombre duro y decidido”. Por otra parte, en 1914 “la gente todavía hacía caso de la palabra escrita, la esperaba. En tanto que en 1939 ni una sola manifestación de un escritor producía el más mínimo efecto”. Sin comentarios: se auto-explica.
Entre ambas guerras, ascienden Mussolini y Hitler. Sweig comenta las que, desde su punto de vista, son sus claves, incluida la torpeza utilitaria del partido social-demócrata, el convencimiento de los intelectuales alemanes de que la población nunca votaría a Hitler de forma mayoritaria. También nos comenta las técnicas “cínicamente geniales de Hitler”: sus promesas a diestro y siniestro, que permitieron que “el día que llegó al poder la alegría se apoderó de los bandos más dispares”. Un partido el nacionalsocialista (¡atención a esto!) que “se guardaba muy mucho de mostrar el radicalismo total de sus objetivos antes de haber curtido al mundo. De modo que utilizaban sus métodos con precaución; cada vez igual: una dosis, y luego una pequeña pausa. Una píldora y, luego, un momento de espera para comprobar si no había sido demasiado fuerte o si la conciencia mundial soportaba las dosis”. De nuevo, me abstendré de comentarios adicionales.
La admiración por Freud, por su clarividencia a la hora de analizar las ‘enfermedades’ de una sociedad, a la cual diagnóstico, con antelación sorprendente, la existencia de tan solo “una capa muy fina que en cualquier momento puede ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno”. La mayor muestra de cariño que le muestra Sweig son, sin duda, su descripción del psicoanalista: “Fanático de la verdad, pero a la vez consciente de los límites de toda verdad, me dijo un día: “Existe tan poca verdad al ciento por ciento como alcohol puro”. (…) fue el mundo entero, todo el viejo mundo, el viejo modo de pensar, la ‘convención’ moral, toda la época, que veía en él a aquel que “quita el velo” y eso le daba miedo. (…) nunca trataba de hacer más fácil su difícil posición a fuerza de concesiones”.
No de menor interés son las reflexiones realizadas por el autor acerca de algunas sensaciones que, desde mi punto de vista, todos reconocemos como propias. Por una parte, esa sensación, cuando se conversa con personas culturalmente diferentes (no me refiero ni a la etnia ni al país de procedencia, ni siquiera al nivel cultural, sino a personas que pueden incluso vivir próximas y gozar de un nivel cultural similar, pero con valores netamente diferenciados): “(…) me doy cuenta, por sus preguntas estupefactas, de hasta qué punto lo que para mí sigue siendo una realidad evidente, para ellos se ha convertido en histórico e inimaginable”. Esto en que los psicólogos sociales hoy en día encuentran la explicación por la cual personas con idéntica lengua materna pueden encontrar problemas de comprensión como consecuencia de esa diferencia cultural. Episodios que, en uno u otro sentido, a todos nos recuerdan episodios personalmente vividos.
Este libro es una joya en sí mismo, un fantástico tratado de la historia y la cultura de la primera mitad del siglo XX en Europa, así como un manual práctico de ética para quien tenga oídos. De ahí que muchas de las cuestiones hablen por sí solas, que no requieran comentarios adicionales. De lectura obligada para quienes deseen entender mejor esta sociedad en que nos ha tocado vivir, para padres, para hijos, para los hombres buenos, para los que no entienden lo que está pasando y lo que les está pasando, para quienes aman la libertad y la verdad, como se decía hace unas décadas en España. Para quienes en ocasiones no valoramos suficientemente las oportunidades que nos ha ofrecido la época que nos ha tocado vivir. Para los que vivimos nuestra infancia y juventud y, de pronto, descubrimos que existían otras subculturas que nosotros creíamos extintas en el pasado. Para mis estudiantes, los más jóvenes, a los que no se ha permitido comprender esa riqueza que mi generación gozó el honor de disfrutar y que ellos podrían haber tenido al alcance de la mano sin necesidad de más recursos materiales, tan solo habiendo crecido en un mundo con valores diferentes. En sus manos está el revivir, de volver a ver las cosas con otros ojos, con los ojos de El mundo de ayer.
Comments